• Con autorización del autor, quien es columnista de este medio informativo, les compartimos un fragmento del inicio de esta novela, de reciente aparición, que es una lúcida reflexión sobre aquello que se esconde entre nosotros y las personas que queremos u odiamos 

René Cervera Galán*

Lo importante del sentimiento que nos enlaza, es que a mí me hace buscarte y a ti colocarte en donde yo te encuentre.

-Una enigmática cita-

En medio de tantos anuncios que patrocinan la luz de la noche ordenando subliminalmente qué consumir, en el marco de un intermitente sonido de ambulancias que conducen a heridos a los centros de salud, o acompañan el tintineo constante de un carro de bomberos.

Mientras hay un ágil movimiento de multitudes que suben y bajan aparentemente sin sentido, cuando se percibe el tránsito de vehículos de todo tipo que transportan material para escavar; así como el equipo necesario para introducirse a buscar entre los escombros.

Conduciéndose entre la instalación de diversos centros de acopio, al momento en que se hacen filas para comprar víveres, un cuerpo avanza meditabundo cojeando levemente.

El reloj que da las noticias en los espectaculares afirma que son las 20 horas con 11 minutos. El informe del tiempo aclara que estamos a 10 grados centígrados, e insiste que el sismo del medio día fue de 7 grados en la escala de Richter, confirmando que las autoridades están verificando los daños que, en muchas zonas, son contundentes.

A mí todo esto me tiene sin cuidado. No tengo frío ni calor, y el sacudimiento que causó el sismo sólo cambio el orden de mis recuerdos. Pero cuando la temperatura es baja, Jordi Castell Ibañez lo expresa cojeando ligeramente, a causa de una molestia que le recuerda constantemente que no hace mucho tuvo un accidente.

Así va haciendo presencia por la avenida de Ejército Nacional, con su paso tibiamente desbalanceado, sus lentes de baja graduación, su cabello oscuro ondulado en el que se asoma una que otra cana y que podría considerarse un poco largo para el gusto de la gente conservadora; su barba bien cuidada y su rostro tan pálido como melancólico.

Lo distingue su fiel abrigo color guinda, lo acompañan un ramo de rosas rojas en la mano derecha, y una botella de vino catalán que hace juego con el color de su abrigo en la mano izquierda.

Por un instante se detiene, cruza hacia la otra acera, observa a las decenas de gentes que aportan agua, ropa, medicinas y alimentos. Lamenta que el espíritu solidario se manifieste solo si la naturaleza y la tragedia los empuja, porque en su sentir, la solidaridad debe de ser una constante, un modelo de vida.

El rumor sobre las consecuencias del temblor expresa la desconfianza de los habitantes hacia sus autoridades. Los gobernados perciben que hay más afectados de lo que oficialmente reportan. El colectivo social afirma que los grados del temblor fueron mayores de lo que los medios de comunicación afirman, y hablan de horrores ocurridos en espacios cercanos que las autoridades quieren ocultar para no aceptar su responsabilidad.

Todo esto se rumorea en las calles mientras los capitalinos recogen los excrementos de sus perros. Jordi percibe el aroma de humedad que hay en el medio ambiente, respira profundamente dándose ánimo para continuar, y es cuando encuentro la oportunidad de aparecer a su espalda, aprovechando la firme luz de una lámpara que me presenta como su sombra.

Ustedes han de saber que, de un tiempo para acá, Jordi es un ente que mueve el cuerpo que le fue asignado y yo el alma que lo persigue. “¡Has perdido la razón! Sabes que no debes asistir a esa cita. Piénsalo bien, esa mujer no puede ofrecerte nada que no sea hospital, cárcel o el panteón, y lo mínimo sería un centro de salud psiquiátrico”.

Jordi mueve las flores de un lado a otro para ahuyentarme. De pronto, parece que todo se congela y se hace un silencio sospechoso (la ausencia de cualquier ruido suele ser una amenaza peligrosa). Los autos dejan de transitar. Es como si hubiéramos pasado a otra dimensión.

El ambiente se rompe cuando un turibús, en funciones a pesar de los acontecimientos que marcaron el día, pasa con música altisonante muy rítmica, y en la parte superior del vehículo habitan extranjeros de ambos sexos en estado de ebriedad que en cuanto nos ven nos saludan.

Bueno, a mí no me ven… Al que saludan es al hombre solitario que carga flores y una botella de vino, ese hombre al que sigue su sombra como mascota fiel y se yergue conservando su dignidad. Jordi regresa el saludo con una mirada que deja traslucir cierta envidia.

Creo que ha llegado el momento de presentarme: Soy un alma en pena. Decir mi nombre no tiene sentido porque ya nadie me nombra, pero lo que deben saber es que no me permiten entrar al cielo porque aparentemente en vida fui muy morboso.

Niego la acusación, aunque no tan rotundamente, algo es verdad, pero mucho es mentira; mas no tiene caso insistir, porque parece que ya fui juzgado en ausencia. Para que pueda redimirme, me encargaron cuidar a este hombre enamorado que remueve la hojarasca con el ritmo de sus pasos; las hojas se abren por donde transita, mostrándole respeto, y no se deja intimidar por mi opaca presencia.

De repente, entre nosotros, se filtra una silueta de mujer que destaca por su buen cuerpo. Pasa frente a él. Ella va saboreando una paleta que al pasar junto a Jordi se le resbala.

Intenta ser simpática y le dice: “Se le antojó y por eso se cayó mi paleta”. Jordi guarda silencio y yo comento, “si eso fuera cierto, se le hubieran caído los pechos y no la paleta”.

Pero insisto, a mí nadie me hace caso. La dama lo rebasa de frente, así que aprovecho esta circunstancia. “Te digo, Jordi, que para lo único que hay que mirar hacia atrás en la vida es para ver el trasero de una mujer así”.

Jordi sigue caminando sin voltear, no tiene oídos para mí, ni más libido que para quien le espera. Ignoro si ahora escucha algo. Ni siquiera el poderoso pastor alemán que se azota en la reja exterior, exhibiendo sus poderosos colmillos y ladrando con el mayor volumen que le concede la naturaleza, lo distrae de la firme intención de llegar a su cita.

De pronto aparece un perro extraviado sin raza definida que nos mira con la esperanza de que lo elijamos como amigo y hablo en plural porque el can sí que me percibe; pero Jordi solo huele la piel de la mujer que persigue y es lo único que lleva en mente.

El perro nos mira con cierto reproche y yo deseo sinceramente que encuentre un amigo que olfatee lo mismo que él, que lo tenga presente, ladre a solas como él y comparta su locura.

En el cielo aparecen las luces que anuncian una fuerte lluvia. Sería el colmo que después del sismo venga una tormenta que amenaza con ser devastadora… las coladeras están llenas de polvo, las paredes más frágiles con la humedad se derrumbarían, pero en otoño todo es normal ¿o es que ya nada es anormal? A veces hace frío en verano y llueve en el invierno; cada vez de mayor manera, la naturaleza hace lo que se le viene en gana.

De pronto el claxon de un Volkswagen estacionado se impone como pidiendo auxilio ante la posibilidad de que lo secuestren. Pero a Jordi nada le importa, él tiene una cita. Ni siquiera lo conmovió la triste imagen de un payaso que camina zigzagueando con su redonda nariz roja, sus enormes zapatos, sus ridículos tirantes, su brillosa camisa con dos colores en diagonal. Sus ojos están enmarcados con figuras triangulares.

Me llaman la atención sus pestañas pintadas en la frente, su pelo azul y naranja. Camina a pasos discontinuos. Las lágrimas que se dibujó en el rostro curiosamente para hacer reír se le hicieron realidad. Es obvio que el payaso está borracho, y así, ignorándose el uno al otro, se cruzaron en el camino.

Jordi practica la media vuelta para entrar al callejón de los Cerezos con la rigidez de un soldado. No lejos se escucha el lastimoso aullido de un perro enamorado que le reclama su soledad a la luna; quizás es el mismo que pasó hace un rato. Miró el cielo y tengo la impresión que ella no es indiferente a su sentimiento.

Jordi se identifica con ese lamento, también, contempla la luna por un momento y camina no más de doscientos pasos; se detiene para observar por unos segundos el edificio marcado con el número 39, que tiene la arquitectura del llamado art decó de mediados del siglo XX, para después voltear al marcado con el número 40 que obedece al mismo criterio arquitectónico; ambos inmuebles de más de 30 años comparten prácticamente el mismo espacio, son como primos hermanos que habitan uno frente al otro, contemplándose por tantos años, testigos de tantas historias ocurridas en sus entrañas.

Reconoce a Benjamín, quien conduce el elegante vehículo que sale de la cochera y se aleja sin saludarlo. Nervioso, toca el timbre de una caja eléctrica, no alcanza a despegar su dedo y se oye una voz femenina.

“¿Jordi?”  Una hermosa silueta se dibuja en el ventanal del cuarto piso gracias al reflejo de la luz, la misma que en unos segundos desaparece y antes de que el hombre conteste, se abre la puerta eléctrica.

El elevador a unos pasos de la entrada, tiene pegado un letrero en su puerta que advierte que no debe ser usado por el terremoto, así que Jordi decide subir por las escaleras y yo aprovecho para decirle, “por favor, medítalo, no es sano lo que estás haciendo”.

Él sube las escaleras, una por una, yo escucho como cada escalón tiene un sonido distinto al otro, pues toda materia tiene identidad. Insisto en mantener lo que ha resultado ser un monólogo.

“No te comportes como un niño terco, estás a tiempo, regresemos a casa, y ahí degustas ese vino tú solo, te inspiras tocando el piano y mañana será un buen día”; pero Jordi vuelve a tirar golpes en mi contra, utilizando las  rosas como si espantara moscas, y las almas como los niños y las niñas nos falta cuerpo, pero tenemos dignidad, así que opté por guardar silencio.

Antes de percutir la puerta, coloca la botella de vino entre el extremo del brazo izquierdo, lo anida en el sobaco para no herir las frágiles flores que se columpian en su puño; nota una pequeña cuarteadura en el barandal de la escalera, se asoma y contempla la distancia que hay entre el piso en que se ubica y la planta baja. Se siente orgulloso por el esfuerzo que realizó, ya que entre el cuarto piso y la planta baja hay una distancia digna de vértigo y como 60 escalones.

Con la mano libre se enfrenta a la puerta, pero antes de que esta reciba el primer golpe, se abre por la acción de Paola, una hermosa mujer de 33 años, pelo castaño corto muy bien peinado, y una sonrisa que se dibuja con sinceridad.

La anfitriona, como de costumbre, viste como si asistiera a una boda. Todo es armónico en ella, no hay un solo pedazo de tela que no combine con los otros, incluyendo con su piel.

En el brazo derecho carga a Chacho, el gato negro que tanto consiente. Creo que es un gato de angora, no conozco de eso, pero el animal se ve fino, bien cuidado y celoso; por lo que hace un berrinche cuando lo colocan en el suelo.

La anfitriona con sus blancos, delgados y largos dedos de la mano izquierda, ha rotado la manija; enseguida, con sus ojos grises ligeramente rasgados, observa los melancólicos ojos de Jordi que se esconden detrás de los lentes.

Jordi contempla la escena reprobando la actitud del gato y le extraña el corte de pelo de su anfitriona; yo clarito veo como el maldito felino le saca la lengua. Ella lo abraza, pero con un discurso subliminal, guardando distancia (algo así como te quiero, pero no le des otra connotación), como de diplomáticos, y enseguida  continuó con el mismo tono ceremonioso. “¿Viniste solo?”

Con la cabeza Jordi le dice que sí… “¿Sabe alguien más que me visitas?”; Jordi responde que no con el movimiento de su dedo índice.

“¿Cómo te fue con el sismo?” Él no le da relevancia a la pregunta, sólo contesta que esta ciudad aguanta más que eso, celebra la solidaridad expresada de los habitantes de la ciudad, la compara con lo ocurrido hace 32 años (que    fue peor), comenta su aportación a la causa señalando su cartera, pero ella insiste preguntando “¿Cómo está tu familia?”.

Él responde recordándole que no tiene a nadie más que el tío viejo al que ella conoce y está bien. Paola admite en su mente la imagen del mencionado tío y aprueba el cariño que Jordi manifestó con su gesto.

En menos de un minuto, ella cambia su conducta, coloca las flores en un elegante recipiente y lo toma de la mano para recorrer el departamento decorado con muy buen gusto.

En las paredes lucen obras con firmas reconocidas. En el resto del departamento, destacan lámparas, jarrones y macetas que manifiestan capacidad para escoger lo que tan bien combina. Juntos avanzan unos metros.

Paola abre la puerta de su oficina en donde se ven diplomas y variedad de reconocimientos, así como fotografías en donde la anfitriona está con el hombre que lleva la banda presidencial, o sentada en la curul que le corresponde, o exhibiéndose en el estrado, pero la que le duele a Jordi es la imagen de la iglesia gótica en la que aparece con su traje de novia y su marido.