***Jamás emplearon la violencia ni lastimaron a su víctima

**Se diferenciaban entre sí por su “artegio”; su especialidad al delinquir

***”Piñeros”, “pungas”, “chorleros”, “Zorreros”, “cirujanos”

***”El Carrizos” y “El Mano Negra”, leyendas del bajo mundo

***Sus verdugos y explotadores de siempre, los policías corruptos

José Sánchez López

A mediados de la década de los cincuentas y parte de los sesentas del siglo pasado, los ladrones –que no rateros porque se ofendían si los llamaban así–, cometían sus fechorías con un alto nivel de “profesionalismo”; de tal suerte que en el mundo del hampa ellos mismos se clasificaban por su “artegio”, es decir por su manera de robar que consideraban todo un arte.

Su máximo orgullo, de acuerdo a su muy particular ética, puesto que consideraban que robar no era malo, era no lastimar a su víctima, no causarle daño alguno, cometían su delito de manera fina, sin violencia y cuando la situación se les salía de las manos, optaban mejor por huir.

Aquellos que asaltaban armados y con violencia, eran despreciados por el mismo gremio, al considerar que no eran ladrones, sino vulgares rateros, mientras que ellos eran unos verdaderos artistas que habían adquirido destreza y habilidad para aplicar su oficio, a través de las enseñanzas de un maestro y tras horas y horas de práctica.

Este tipo de ladrones, además de tener su código de honor no escrito en el que prevalecía el no utilizar la violencia y no causar daño a la víctima, crearon un lenguaje especial con el que solamente pudieran entenderse entre ellos mismos, sin que los demás se dieran cuenta de lo que hablaban.

Fue conocido como “Caló”, “Caliche”, “Tatacha” (en algunos barrios y colonias populares aún se practica), que resultaba fundamental para que los ladrones pudieran delinquir impunemente, sobre todo sin alertar a la víctima.

Al respecto, hay una anécdota que describe perfectamente lo importante que era para ellos poder comunicarse entre sí, sin que los demás supieran qué hablaban.

Se cuenta que un irredento ladrón, arrepentido de la vida que había llevado y del daño causado a sus semejantes, decidió abrazar el sacerdocio. Se ordenó como cura y le tocó ir a oficiar a un pequeño poblado del Estado de México.

Su pecaminosa vida había quedado atrás y no quería saber nada que lo hiciera recordarla.

En una de las tantas veces que estaba dando misa, descubrió entre los asistentes a dos ladrones que robaban a los feligreses, lo que le hizo recordar su vida anterior.

Podía llamar a la policía, pero no quería perjudicar a los que en un tiempo de su vida llegó a considerar como sus “colegas”, así que desde el púlpito, utilizó el sermón para dirigirse a ellos:

“Os jurnio, gorris gachis, afanando en el tibor, embaizando las pozas de los batos y biturras. Licad al ñor con un chutazo y otrofo en la vera de su mendurria todano por vosaclais. Trinquen varilmente y piren, dejando una baraña para mi menda en el cofrante. Don Javier en la burda amuraba los afanes, si lo apaña les toca tarisvel, amén”.

Para los feligreses, quizá fue un pasaje más en latín que no entendieron, pero los ladrones, al escuchar el mensaje, dejaron inmediatamente de robar, se dirigieron a uno de los cepos de las limosnas y tras de depositar el botín logrado, abandonaron rápidamente el templo.

Lo que el sacerdote les había dicho en el sermón, había sido lo siguiente:

“Os veo, muchachos tontos, robando en la iglesia, metiendo las manos a las bolsas de los señores y las señoras. Ved a Nuestro Señor con un lanzazo y otra herida en su costado, todo por vosotros. Roben limpiamente y váyanse, dejando una parte para mí en la alcancía. La policía está en la puerta vigilante y si los agarra los lleva a la cárcel”

Entre la gama de ladrones que podían ufanarse de tener su “artegio” figuraban: los “zorreros”, “piñeros”, “goleros”, “coscorroneros” o “boqueteros”, “dormilones”, “basteros” o “Pungas”, “paquero”, “farderos”, “retinteros”, “cristalero”, “cirujano”, “chicharreros”, “chorleros”, “espaderos” y muchos otros más.

También estaban los chineros y los tumbadores, pero éstos eran despreciados por los demás, ya que para robar utilizaban la fuerza y lastimaban a la víctima.

Los chineros actuaban, y operan todavía en barrios como La Merced, Lagunilla, Tepito y Tacuba, o en lugares muy concurridos.

Operan en grupos de tres, mientras uno sorprende a la víctima por la espalda y le aplica la llave “china”, que es atraparla por el cuello y apretar hasta el punto de la asfixia, lo que hace que se desvanezca; otro se apodera de los objetos de valor, mientras que el tercero cuida que nadie intervenga pero sobre todo para alertar a sus cómplices si llega la policía.

En muchas ocasiones la llave de estrangulamiento resultaba excesiva y mataban a la víctima.

“El Tumbador” o “Atracador”, otra clase de hampón también malmirado entre los delincuentes, era el que, de manera solitaria, cuchillo en mano, en sitios poco concurridos y oscuros, le salía al paso a la víctima y bajo amenazas de lastimarla la obligaba a entregar sus pertenencias.

Los “goleros” o “piñeros”, éstos sí ladrones, basaban su actuación en la voracidad y la ignorancia de la gente.

Fabricaban situaciones en las que aparentemente la víctima sacaría alguna ventaja, como ofrecer por unos cuantos pesos el billete premiado de la Lotería o venderle un inmueble a precio de ganga. Hubo casos en que algunos incautos llegaron a comprar la estatua de “El Caballito”, la Torre Latinoamericana o el Palacio de Bellas Artes.

Otros operaban en iglesias, cines, tiendas departamentales o grandes comercios.

Simulaban encontrarse alguna medalla, esclava, dije, anillo u otra alhaja de valor (con sólo un baño de oro), con la cadena o el broche rotos. Fingían haberla encontrado y hacían gran alharaca para que los demás se dieran cuenta de su hallazgo.

Llegaban incluso a preguntar a quién pertenecía y muchas veces no faltaba alguien que intentara quedarse con la pieza; era cuando los ladrones preguntaban por las características de la joya (trenzado y quilataje de la esclava, imagen de la medalla), que lógicamente las desconocía el supuesto propietario.

Los “coscorroneros” o “boqueteros”, eran aquellos que hacían un hoyo (boquete) en el techo del inmueble y por ahí se introducían para perpetrar el hurto.

A “Los dormilones” también se les conocía como “cloroformistas”. Se metían a la casa elegida y de inmediato aplicaban algodones con cloroformo o algún otro soporífero a los moradores con lo que, prácticamente, anestesiaban a sus víctimas y después se dedicaban al saqueo.

“Los Paqueros”, eran aquellos que simulaban haberse encontrado una cartera, un pañuelo o algún bolso con dinero. Preguntaban de quién era y mostraban el objeto con muchos billetes dentro que ofrecían compartir.

Cuado estaban en la situación de saber a quién pertenecía el dinero llegaba corriendo el cómplice y angustiado preguataba si alguien no se se había encontrado el dinero, uns fuerte cantidad, por lo regular. El que supuestamente lo había encontrado, se dirigía al que sería la víctima.