Salvador Estrada
El negro Acerina ya no estaba ahí y pegándole a los timbales, pero ese “nereidas” tenía la misma cadencia y el mismo sabor.
Y las mujeres se dejaron llevar por su pareja al estilo clásico de los tres tiempos del danzón. Fue una noche de danza y de recuerdo. Y todas las parejas danzarinas se emocionaban como antes, como hace muchos años, cuando existía el Salón México. La música contagiosa, cálida, sensual, penetraba en los surcos de la piel y calaba fuerte en el alma, en la nostalgia. El Maxims repleto de parejas. De historias no contadas, pero muy bien vividas. El sudor apareció en las frentes y era como el agua de la juventud para ellas.
Sentían las mujeres esa sensación, por un tiempo en olvidado del roce de los cuerpos, del aliento tibio y penetrante al oído. Y la emoción de sentir el ser y moverlo cadencioso siguiendo el ritmo de esa melodía inolvidable.
Acerina había muerto. Pero el danzón estaba vivo y hacía gozar como en los viejos tiempos. Y el ritual estaba presente. El galán caballero con calzado lustroso. Y la guapa pareja con vestido entallado y abierto en la pierna. Y después del timbaleo, el descanso, obligado.
El compás de la espera. Y otra vez la vuelta, el semicírculo y el retorno. Y después la figura con brazos extendidos, siguiendo el ritmo, sin perder del paso. Y de nuevo otra vez en los brazos para mover la cintura, los pasos para atrás, muy bien marcados.
La cadencia, exigía la emoción en el alma para seguir bailando. Para sentir muy dentro el goce del danzón. Y comunicar los cuerpos, contagiarse con ellos y poner los sentidos para su goce, para su deleite, escuchando, siguiendo, la música ardiente, singular, de esa danzonera.
Y el reportero audaz, audaz como esos bailarines, como esas parejas increíbles, no pudo contenerse y se atrevió, saliendo de su deber informativo a pedir la pieza una dama de rubio cabello, para emocionarse, para sentir la música en el alma y la dicha en el corazón.
Y bailó, bailó toda la noche. Medio siglo de trabajar en el mismo periódico. Cincuenta años de ejercer el periodismo. Cinco décadas de ser reportero y por primera vez, se sentía igual de emocionado como las parejas, como los actores del suceso, de esa nota informativa la cual tenía el deber de escribir.
A eso lo envió su jefe de información al salón Maxims, pero no resistió tanta emoción, ver tantos años reunidos, incluyendo los suyos y se dejó ir.
Recordó sus años mozos en ese México antiguo cuando el Waiikiki el Bremen y el Pigal, cabarés donde aprendió a raspar y aprendió a bailar.
Y se vio bailando en el ligue de entonces, en los salones como el Salón México, El Brasil o el Smyrna, o Los Ángeles, y gozó, gozó con ese acto organizado por el Instituto Nacional de la Senectud para demostrar a los ahora poseedores de la tercera edad su juvenil espíritu, sus ansias de seguir siendo, su deseo de vivir, de sentir y amar otra vez y de bailar y emocionarse hasta el recuerdo.
Fue una noche sensacional. De las no vistas en muchos años y esa vivencia debía reflejarla en el papel con la disciplina y la experiencia del oficio. Y se retó a escribir sensacional y redactó con pulcritud, midiendo las palabras, pensando en la oración.
Y al término de su información sonrió satisfecho, fumó un cigarrillo y dijo “ya escribí la nota sin usar el qué… Bueno y qué”