El viernes pasado, la Organización Mundial de la Salud (OMS) declaró el fin de la emergencia sanitaria global por el COVID-19. Más de tres años han transcurrido desde que inició esta nueva realidad que trajo consigo muerte, acrecentó las desigualdades, puso a prueba los sistemas de salud en todo el mundo y sacó a la luz la peor cara de la humanidad. Con el pasar de los años, los seres humanos asimilaron la convivencia con el virus, al igual que sucedió en otros momentos históricos con otros microorganismos y, gradualmente, desapareció de las conversaciones cotidianas. Sin embargo, hace un año todavía se hablaba de contagios, pruebas y vacunas. Por alguna razón, se ha entrado en una especie de amnesia que rehúye a la memoria, y más que recodar se niega a reconocer el impacto y los aprendizajes que debió haber dejado esta crisis global.  

Algunos intelectuales han dicho, «se desaprovechó la oportunidad de que el virus nos enseñara algo. En cuanto pudimos volvimos a actuar como antes, como si nada hubiera cambiado.» Esto es muy lamentable, pues constata que no tuvimos como especie la capacidad de reflexionar. ¿Cuántas vidas se perdieron por falta de atención médica oportuna?, ¿cuántas personas en el mundo no tuvieron acceso a una vacuna o a una prueba por no contar con recursos, o porque sus países no pertenecen al primer mundo?, ¿cuántos millones de dólares obtuvieron de ganancias los grandes laboratorios por la venta de vacunas, y por no hacer libre la patente? Cuando la armadora de automóviles Volvo desarrolló el cinturón de seguridad de tres puntos, decidió compartir este invento de forma gratuita con las otras empresas automotrices con la finalidad de salvar más vidas. ¿Por qué esta vez se lucró a costa de más muertes? Si en lo social la pandemia demostró el fracaso que somos, en lo económico también se vio el oportunismo de algunos.  

Luego del fin de la emergencia en el mundo, el efecto económico que generó la pandemia fue que los ricos se hicieron más ricos y los pobres más pobres. La clase media se redujo. Basta ver en los medios notas como: «los diez hombres más ricos duplicaron su fortuna durante la pandemia.» O «Los superricos ganaron 2 mil 700 mdd diarios durante el confinamiento». En cambio, en México, de acuerdo a datos de la OCDE, hubo un momento en que 6 de cada 10 habitantes perdieron su trabajo o su negocio. En América Latina la pobreza llegó a su nivel más alto en 12 años. Lo anterior, afectó a más del 30% de la población. Según datos del Banco Mundial en Latinoamérica y el Caribe, 20 millones de personas pasaron de pertenecer a la clase media a ser pobres. A nivel educativo en el país, se estima que existe un rezago de alrededor de cuatro años en nivel de educación básica producto de la pandemia. El INEGI reportó que 1.5 millones de niños, niñas y adolescentes no se reinscribieron en el ciclo escolar 2020-2021. La mayoría de los gobiernos ante la crisis no supieron cómo reaccionar, incluso hubo mandatarios que tomaron posturas negacionistas como el entonces presidente de Brasil, Jaír Bolsonaro que dijo «es apenas una pequeña gripe o resfriado». O el Ejecutivo de Bielorrusia «No hay virus aquí. No lo has visto volar, ¿verdad?». Administraciones que se negaron a comprar pruebas y vacunas e incluso recomendaban no usar el cubrebocas. La OMS calcula que en el mundo murieron 7 millones de personas por el COVID-19, aunque la cifra extraoficial puede ser mucho más grande. En México, de acuerdo a la Secretaría de Salud federal, 334 mil fallecieron al día de la publicación de este artículo. El COVID-19 demostró lo frágiles que somos como especie, y que por más que se haya decretado el fin de la emergencia sanitaria, la pandemia no ha terminado. Pasará mucho tiempo para que puedan ser superados sus estragos. Lo más triste es que ni esto nos cambió a nosotros.