Ivette Estrada

El mejor médico de ti eres tú, tanto si lo aceptas como si huyes de ese don y responsabilidad.

En el afán de simplificar todo, optamos por la prescripción de fármacos para evitar el dolor. Rara vez reflexionamos lo que el cuerpo trata de “decirnos” sobre nuestras creencias y estilos de vida. Sin embargo, desde que científicamente se aceptaron las causas psicosomáticas en algunas enfermedades, logramos admitir, a veces a regañadientes, que tenemos un papel fundamental en nuestra salud o en la falta de ella.

De alguna manera, la filosofía cartesiana subyace en la idea de que somos como máquinas y se nos puede remediar con algo, una pastilla o alguna cirugía. Bajo tal óptica, todos los seres humanos somos exactamente iguales y las prescripciones a nuestros males son universales.

Así, ante algún malestar acudimos al médico para que nos quite el dolor o los inconvenientes. Nunca asumimos lo que ese “desperfecto” nos indica. La complejidad de un cuerpo no se puede simplificar con una propuesta fisiológica: el cuerpo es una compleja relación entre nuestras creencias, familia, nutrición, ética, historia y un largo etcétera.

La información genética, por ejemplo, no se limita a proteínas, sino que tiene una relación muy estrecha con las emociones y sentimientos. Ante esto, el proverbio popular de “somos lo que comemos” debe extenderse a un plano real: “Somos lo que pensamos”.

En nuestra sociedad, el cuerpo está planeado para el consumo y el hedonismo. La comida rápida y altamente procesada, rica en azúcares y grasas, es la explicación inmediata a las enfermedades con mayor prevalencia en nuestro tiempo: obesidad, diabetes y presión arterial alta.  Vivimos una era en la que existe una gran competitividad y el éxito se reduce a la capacidad para adquirir, no para generar espacios de rencuentro con nuestra espiritualidad, no en la capacidad de escucharnos a nosotros mismos y hallar la felicidad, tan única como cada uno de nosotros.

Ahora que los valores y sueños se ciñen a la capacidad de consumo, ahora que se va en pos de tener más, no es fortuito que cada vez nos encaminemos a la vacuidad. El placer, en ese entorno, se restringe a los órganos genitales.

Así es la mentalidad simplista en la que deambulamos. Y bajo una óptima estandarizada y superficial, desconocemos realmente a nuestro cuerpo y le cedemos a otro el poder de curarlo, cuando somos nosotros los que tenemos las dolencias.

Nuestro cuerpo puede ser un vehículo de paz interior o apegarnos a la razón que crea ilusiones, fantasías y falsas expectativas de la vida, en paradigmas impuestos. Y vivir se confunde en poseer sin medida lo que sea. Tener y poseer, bajo los criterios meramente racionales, es lo que le da sentido a la vida. Y bajo tal óptica, nos sumergimos cada vez más en un vacío que se llena de dolencias y males…

Acudimos entonces al médico para que nos prescriba porqué estamos mal y qué neesitamos para curarnos. Le dejamos a un “ajeno” el poder y responsabilidad de nuestro vehículo físico en esta vida. Le damos nuestro cuerpo.

Pero todos somos distintos. El cuerpo es parte de todo lo que somos, de lo que hacemos, pensamos, vivimos y soñamos. Es reflejo de nuestra historia y valores, de lo que ingerimos y de cómo lo hacemos, de nuestra familia y raíces, de lo que valoramos y amamos…

De manera simplista podemos decir que nuestro organismo debe responder a medicamentos únicos, a rutinas exclusivas, a horarios diferentes al resto, a alimentos que nos son buenos o malos, porque sólo cada uno de nosotros sabe que le hace bien y cómo puede sanar.

Así olvidemos que el médico manda sobre nuestro organismo y nuestras emociones. Cada uno tiene una brújula intuitiva de qué debe hacer para evitar un mal es su corporeidad, cada uno puede ayudarse a sanar.