Ivette Estrada
Hablemos de mentiras en las empresas, pero no de aquellas “piadosas” que todos decimos alguna vez, como “nosotros te llamamos”, construida para eliminar fricciones, sino del engaño cotidiano en el marketing, las ventas y negociaciones, del embaucamiento para cerrar tratos a costa de la comunidad.
Abandonar cualquier indicio de exageración, omisión estratégica o cualquier otra táctica que pueda calificarse de vagamente engañosa es lo ideal. Deberíamos precisar las afirmaciones, transparentar motivos y tener un gran fervor por la verdad. Pero en la vida real, esto no ocurre así.
La mayoría de los ejecutivos se ven obligados, en algunas ocasiones, a practicar algún tipo de engaño al negociar con clientes, sindicatos, funcionarios gubernamentales o incluso otros departamentos de la empresa. Emiten declaraciones erróneas conscientes, ocultan pertinentemente hechos o simplemente exageran. Tratan de persuadir a otros a estar de acuerdo con ellos. De no hacerlo así, perderían oportunidades permitidas bajo las reglas y generaría una gran desventaja en sus negocios.
Sin embargo, hay una amplia variedad de conducta comercial que es indecorosa, aunque no necesariamente criminal. La reducción indiscriminada de costos, las prácticas de cabildeo que corrompen el bien común, el engatusamiento de precios, el espionaje industrial, la auto-negociación, prácticas anticompetitivas y obsolescencia planificada son parte de esto, además de la amplia variedad de engaños involucrados en los negocios cotidianos.
Mentir se convirtió en una práctica común en las sociedades donde lo importante era ganar contratos y clientes a toda costa.
Sin embargo, ahora las empresas ya no sólo compiten con ventajas inmediatas e incrementales. Los consumidores revaloran la reputación corporativa para elegir productos y servicios. Desestiman sistemáticamente a quienes carecen de compromisos sociales y actúan como si los negocios fueran un reino sin ley donde todo está permitido.
Durante las crisis, como la actual pandemia del Covid-19, los públicos de las marcas se vuelven más exigentes y ponen un gran énfasis en la ética y empatía. Rechazamos a Pinocho y su cauda de mentiras, así sean “inofensivas”. Se vuelven intolerantes al engaño astuto en las presentaciones y comunicación corporativa, incluso en la publicidad.
Si durante mucho tiempo asumimos que mentir en los negocios era bueno de acuerdo a las circunstancias, en toda crisis el consejo esencial es decir la verdad. El «depende» está desestimado para ganar credibilidad. También la exageración, aparentemente inocua, puede tener graves repercusiones.
En las startups, por ejemplo, la gente puede invertir enormes cantidades de dinero y tiempo en ideas no probadas. ¿Seremos capaces de incidir en la bancarrota de una persona y arriesgar su patrimonio en aras de una inversión inmediata?
Posiblemente el enfoque está en la verdadera convicción acerca de lo que hacemos y ofrecemos. Los negocios no son un juego de póker o cadena de engaños. Tratan de generar riqueza a cambio de algo que aporte comodidad, felicidad, conveniencia, conocimiento o poder. La percepción de cada uno, el clarificar la meta corporativa y alinearnos con la misión de la empresa, es el paso primordial para desestimar la mentira.
Apegarse a estudios, cuantificar beneficios, rescatar testimonios son maneras honestas de comunicarnos con nuestros clientes, accionistas y colaboradores.
Finalmente, Pinocho no es un ser piadoso, sino un embaucador, y ante él, aunque fuera un gran vendedor, toda la reputación se desmorona. La credibilidad cae con él y arrastra a cualquier empresa que él represente.
¿Vale la pena la mentira? No. En cualquier circunstancia no.